Dejaste la puerta abierta,
Con esa sensación de que tirabas algo que ya no te servía…
Dejaste en el aire aquel extraño olor de abandono.
Me sentí como una mascota a la intemperie, una pobre perra que ahora, pese a los años de cuidados, tenía que aprender a valérselas por sí misma.
Pasé hambre, pasé tanto frío…
Mientras mis patitas recorrían la carretera, temerosa de los ruidos de la noche, ansiosa de ser nuevamente acogida.
Tú, ¿Dónde estabas?
Alguno que otro auto se detenía, alguna caricia y alguna migaja de pan.
Luego, todos se volvían a marchar, recordándome tu abandono.
Mis patitas ya no eran tiernas, mi pelaje, el polvo lo arruinó.
Entonces: cansada, hambrienta, con frío, caí a cualquier peladero con destino a morir.
Desperté, creo, dos semanas, quizás meses, después.
Ya no era una hermosa criatura, ya no podía recordar la sonrisa que tanto te enamoraba.
Nunca antes me había sentido más apaleada.
Pero, ya no tenía hambre, ya no tenía frío: no te necesité más.
Salí de la carretera, dejé atrás los campos que vieron mi muerte tras tu pista.
Llegué a la ciudad, aquella ciudad de neón y cemento gris.
No podía mover la cola, olvidé cómo es hacer gracias a la gente para agradar, que fastidio.
Comencé a comer cualquier cosa, a beber lo que fuera.
No pasé hambre, frío tal vez.
Recuerdo que quisieron atraparme, en alguna esquina me pegaron un poco.
También, dicen por ahí, que me peleé a mordiscos con alguna otra perra que me quiso quitar la comida. No lo sé, esas cosas se me olvidan.
Lo que no olvido, ¡cómo olvidarlo!
Fue cuando, sin querer, pasé por fuera de tu casa.
Estaba igual, con aquella fachada recatada, como de revista gringa.
Recuerdo que levanté mi pata, algo herida de algún accidente con un auto, y te meé la entrada.
Moví la cola como no lo hacía años, estaba contenta al fin después de tu partida.
Me fui trotando por la cuadra, otro perro me violó.
Ya no importaba, a las perras de la ciudad no nos importan esas cosas: sólo queremos sobrevivir.