Apareció esta mujer soberbia y fría,
con la mirada tan opaca
que yo temía perderme para siempre
en la isla de tierra que tenía en uno de sus ojos.
Traté de negarla,
como fue negado Jesús,
pero no puedes ignorar a una persona
que conoce cada rincón de tu alma.
Vino a mi cama e irrumpió en mis sábanas,
silenció mi boca con su mano gélida
y
enredó sus piernas en las mías para no dejarme escapar.
Al principio pensé que solo me retendría uno o dos días,
pero pasaban las horas y ella,
hambrienta,
me devoraba la determinación.
Impedida, aplastada, encerrada,
como me tenía,
me dejé caer al romance
y me envenenó.
No contra ti,
mi amor,
sino que contra mí.
Así que me olvidé del mundo
y te guardé profundamente
en mi memoria.
Ella me envolvió
en una niebla densa
donde apenas veía yo su mano
que mientras me guiaba en la oscuridad,
me dejaba terribles marcas
de sus uñas.
Cuando a veces, por descuido,
descubría mi boca,
yo salía a flote para llamarte,
pero poco podía hacer,
cuando con una fuerza que no le conocía,
me volvía a hundir en el océano de sus piernas,
y la tormenta de su cabello.
Temí enamorarme de ella algunos momentos,
pareja tan sádica solo podría
destrozarme los sueños.
Pero con tanteos breves descubría que
ella no me atesoraba,
sino que me robaba del mundo exterior.
Un día,
después de haberme mantenido amarrada
para hacerse más fácil la tarea de
violar mi espíritu,
dejó la puerta abierta.
Salí arrastrándome,
no podía caminar bien.
Cuando el sol chocó contra mi cara
grité tan fuerte
que salieron de mi cuerpo todas mis entrañas
envenenadas de sus miedos.
No sé si ella dejó la puerta abierta
por descuido
o por no saber pedir disculpas.
Solo espero que no vuelva,
o al menos,
que me de tiempo de arreglar el mundo
antes de volver.
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