lunes, 7 de mayo de 2012

Digno de mención


Los toreros aparecen de vez en cuando. Son increíblemente seductores. Generalmente de sonrisa pequeña y picara, como suelen gustarme las sonrisas.

Siempre han aparecido de piel trigueña a morena, como extensas planicies atacadas por un sol veraniego y salado de brisa pampina.

Siempre son mucho más altos que yo. Me miran hacia abajo con curiosidad y simpatía, jamás arrogancia, los toreros  no necesitan demostrarle nada a nadie, porque generalmente tienen el mundo a sus pies.

Entonces yo aparezco como ese animal escurridizo de mirada demasiado atrevida. Una vez un torero me dijo que tenía la mirada demasiado penetrante. Quizás por eso atraigo a los toreros. Porque me ven como la bestia que necesita ser, de cierta forma, sodomizada. Me quieren clavar sus estacas en mi espalda mientras le sonríen al público. Soy demasiado esquiva como para que ellos me dejen pasar.

Pero que no se piense que soy esquiva agresiva. Eso colabora a la pasión del torero, que yo sonrío y brillo, pero paso por al lado del torero sin siquiera mirarlo. Ellos me quieren tocar, imaginando que mis sonrisas son invitaciones. Pero yo no tengo manos para acariciar, las bestias nacimos para pastar por los campos brillando para nosotros mismos. Y el torero cree que se le debe pleitesía por donde sus pies pisan.

El último torero era en particular agradable. Tenía sobre su cuerpo años de experiencia domando bestias. Me dieron ganas de sonreírle, el torero había malinterpretado mi estampa.

Me invito a bailar la danza de la muerte, seguramente tras su investidura escondía las banderillas de puntas afiladas. No pude evitar sentir la ligera sospecha de su aliento que se mezclaba perfectamente con su persistente perfume. 

No es que no me gusten los toreros, le dije, sino que ya hace tiempo en la danza de la muerte me clavaron aquellas banderillas que escondes en tu espalda. Soy la bestia muerta que sobrevive con un vaho de cigarrillo y un poco de cerveza. Me han tratado de curar la espalda, pero mis piernas ya están arruinadas. Mis torpes pasos jamás podrán honrar tus artes.

Me sonrió el torero. Me sonrió y me acarició el lomo. 

Me llevó a un rincón y me habló de sus anteriores corridas mientras quiso curarme la piel magullada vertiendo cerveza en mi lomo. No sentí deseos de cornearlo, ni él de clavarme su espada.   

Sin duda, este torero ha sido el más digno de mención.  

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