Los toreros aparecen de vez en cuando. Son increíblemente seductores. Generalmente de
sonrisa pequeña y picara, como suelen gustarme las sonrisas.
Siempre han aparecido de piel trigueña a morena,
como extensas planicies atacadas por un sol veraniego y salado de brisa pampina.
Siempre son mucho más altos que yo. Me miran hacia
abajo con curiosidad y simpatía, jamás arrogancia, los toreros no necesitan demostrarle nada a nadie, porque
generalmente tienen el mundo a sus pies.
Entonces yo aparezco como ese animal escurridizo de
mirada demasiado atrevida. Una vez un torero me dijo que tenía la mirada
demasiado penetrante. Quizás por eso atraigo a los toreros. Porque me ven
como la bestia que necesita ser, de cierta forma, sodomizada. Me quieren clavar
sus estacas en mi espalda mientras le sonríen al público. Soy demasiado esquiva
como para que ellos me dejen pasar.
Pero que no se piense que soy esquiva agresiva. Eso
colabora a la pasión del torero, que yo sonrío y brillo, pero paso por al lado
del torero sin siquiera mirarlo. Ellos me quieren tocar, imaginando que mis
sonrisas son invitaciones. Pero yo no tengo manos para acariciar, las bestias
nacimos para pastar por los campos brillando para nosotros mismos. Y el torero
cree que se le debe pleitesía por donde sus pies pisan.
El último torero era en particular agradable. Tenía
sobre su cuerpo años de experiencia domando bestias. Me dieron ganas de sonreírle,
el torero había malinterpretado mi estampa.
Me invito a bailar la danza de la muerte,
seguramente tras su investidura escondía las banderillas de puntas afiladas. No
pude evitar sentir la ligera sospecha de su aliento que se mezclaba
perfectamente con su persistente perfume.
No es que no me gusten los toreros, le dije, sino
que ya hace tiempo en la danza de la muerte me clavaron aquellas banderillas
que escondes en tu espalda. Soy la bestia muerta que sobrevive con un vaho de
cigarrillo y un poco de cerveza. Me han tratado de curar la espalda, pero mis
piernas ya están arruinadas. Mis torpes pasos jamás podrán honrar tus artes.
Me sonrió el torero. Me sonrió y me acarició el
lomo.
Me llevó a un rincón y me habló de sus anteriores
corridas mientras quiso curarme la piel magullada vertiendo cerveza en mi lomo.
No sentí deseos de cornearlo, ni él de clavarme su espada.
Sin duda, este torero ha sido el más digno de mención.
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