lunes, 28 de mayo de 2012

En el edificio de ascensor inubicable

El edificio era feo y antiguo, todo en colores grises, negro, plomo, acero, blanco.  Pese a la carente gracia de la construcción, me quedaba cómodamente cerca de todas mis necesidades. Imposible resistir una buena ubicación dentro de ésta orbe tan sobrepoblada y de distancias tan vastas. Pero, algo me llamaba enormemente la atención, y era que pese a la portentosa altura de la céntrica estructura, no había ascensor, o eso era lo que yo creía. 

Creo que nos habíamos visto antes, quizás un saludo de vecinos, creo que vivía arriba, en el piso más caro del edificio. La verdad es que Jaime me había fichado para ser su próxima víctima desde, no la primera, sino que, la segunda vez que me vio.

Ataviada con un largo vestido que danzaba graciosamente con sus volados blancos entre mis pies, me dirigí a la oficina de administración del edificio para salir de dudas de una vez por todas acerca de si en ese antiguo edificio existía o no un ascensor. No era que lo necesitara, yo vivía en el piso 3ero apenas, pero mi curiosidad me mataba.

Entré con paso ligero a la habitación con unos cuatro cubículos siendo el de la derecha el principal. Ahí se encontraba el administrador y algunos conserjes. Lo había visto de reojo, atrás, a mis espaldas, estaba Jaime sentado en un escritorio con una camisa blanca con sus botones iniciales abiertos dejando  ver despreocupadamente el inicio de un pecho color blanco tostado.  Lo ignoré, quería dejarle ver que su fama no me apabullaría como a todo el mundo. 

Hablé con el administrador sintiendo mi voz en exceso segura, casi arrogante, solo para no dejarle notar a Jaime que su presencia me intimidaba. El administrador me pasó por sobre la ventanilla, distante y con tedio, unos planos de construcción donde estaba toda la estructura del edificio, y luego un manual de convivencia para el edificio. Pretendía salir tan rápido como había llegado, pero cuando me giré, Jaime reposaba sentado en el escritorio con una sonrisa  amable. 

-          ¡Hola! –le dije, sorprendida, y le deposité un beso en la mejilla afeitada y, sorprendentemente, suave.

Él sonrió con ánimo. Mientras me acerqué a dejar ese beso en su mejilla, noté la forma almendrada de sus ojos infantiles. Pestañas finas y castañas, labios que parecían tersos dentro de su exuberancia.

No recuerdo qué me dijo después. No recuerdo dónde dejé los manuales. No recuerdo dónde quedó mi cabeza.

Me preguntó si lo podía acompañar a fumar un cigarrillo. Nadie le dice que no a Jaime, yo no sería la primera. 

Me ofreció entrar, sonriente, al baño de hombres. Yo dudé. ¿Fumar en un baño? ¿No es acaso eso de adolescentes? ¿Un hombre de más de cuarenta años fumando en un baño?

Pese a todos mis reproches internos, acepté. Entramos y luego abrió una puerta que dio paso a un jardín extenso, verde, hermoso, de pequeñas lomas de acolchado césped y altos árboles que daban una sombra exquisita. Se veían niños jugando, parejas paseando, perros corriendo. Todo era demasiado hermoso.

-          Nunca imaginé que detrás de un baño habría un campo tan hermoso. –le dije.

No recuerdo lo que contestó, quizás no dijo nada, pero esa sonrisa era tan dulce…

Caminamos un poco, me saqué mis sandalias para sentir el césped con mis pies. Él era como un niño, un niño de sonrisa enigmática. No sonreía con los dientes, abiertamente, sino que solo con sus labios, curvando un poco la cabeza hacia el lado derecho y hacia adelante. Una sonrisa que podía ser muchas cosas: seductora, infantil, misteriosa, triste, entrañable, adorable, desesperada, coqueta, adulta… 

Nos tiramos al césped con regocijo. No podía creer que tenía a mi lado a Jaime… No podía comprender como una persona tan común como yo había llamado su atención.

Creo que nos pusimos a jugar, rodando por la alfombra verde del campo, él sobre mí y yo sobre él, rodando y rodando, riendo y riendo. Su forma de sonreír, achicándosele los ojos hasta cerrarse, era hermosa. Con una risa contenida y adorable, que se expandía por el aire con un eco melancólico de felicidad.

Paramos y él quedó sobre mí.  Era inevitable aquél acercamiento… Vi su rostro, seguro, acortar espacio hacia el mío. Un beso.

Sus labios eran suaves, tan suaves que atraparlos era difícil, se escapaban entre los míos. Su aliento era tibio, acaramelado. Su lengua, tímida, rondaba con dificultad por encontrar la mía. Se sacó su chaqueta y nos tapó mientras el beso se alargaba más y más. Sentía las miradas curiosas de todos ¡A quién estaba besando Jaime!

Rodamos otra vez y ahora había quedado sobre él. Le di unos cuantos besos más, aletargados, suaves, escurridizos, tibios, buscando el ritmo que mejor nos acomodara. Luego quise acariciarlo. Deslicé mis manos por su rostro mientras él cerraba sus ojos relajado. Pensé tantas cosas en ese momento, ¿Qué sería de esta aventura? ¿Iríamos luego a su piso en el edificio? ¿Qué pasaría con su mujer, menor que yo? ¿Algún diario nos habría visto rodando por el verde prado? 

En esas, mientras yo, descuidadamente, le acariciaba con apenas la yema de mis dedos la piel escondida de su cuello, él rompió el silencio:

-          Me gusta ahí, que toques mi piel casi sin tocar. –dijo.

Me alegré de oír su voz y seguí acariciando esa piel blanca, suave, tibia. No recuerdo cómo llegamos al tema, pero él dijo:

-          Solo he amado una vez…
-          ¿A tu ex mujer, la primera? –le contesté. Su vida no era un misterio para nadie.
-          No… No…

Respondió, afectado. Comenzó a hablarme de un “él” yo estaba fascinada. Ya sabía de quién hablaba. 

-          Él… Pero le hice tanto daño… Él... Jamás me perdonaría… Y ahora, con este matrimonio a cuestas…
-          Está bien… Tranquilo… Tú solo debes enfocarte a lo que debes. He estudiado mucho, y sé que eres bueno. Debes hacer lo que tú sabes hacer…

Buscaba confortarlo… Ver esas lágrimas ensuciar su inmaculada cara tan desierta de arrugas era una pena, dolía el alma ver correr lágrimas por sus mejillas. 

Volvió a besarme con renovada pasión, aprisionándome en sus brazos como si yo fuera su salvavidas. Yo le abrí mi boca y le entregué mi lengua, ansiando demostrarle que yo no sería como los demás, que yo no pondría trampas maliciosas como las demás mujeres, ni tabúes innecesarios como la mayoría de los hombres. 

En eso pasaron unos payasos en zancos, riéndose de nuestra desaforada pasión. Jaime se burló de ellos arrancando el césped y tirándoselo como propina. No pude evitar tratar de imaginar el significado de ese gesto, y en mi cabeza corrieron infinitud de explicaciones.

¡Esa es su propina, el pasto, que viene de la tierra y sube por la madera de sus zancos para atrapar sus carnes, que algún día, caerían a la tierra y se volverían polvo mortuorio! ¡De la tierra su propina y a la tierra los envía!  

Reí, reí fascinada por la destreza de este hombre, que con un gesto decía tanto. Y caí loca enamorada de haberlo comprendido. Reí fascinada. Él me miró enternecido, agradecido, conmovido de que lo haya entendido, y me volvió a abrazar con devoción. 

Por momentos reíamos abrazados debajo de su chaqueta, embriagados de la felicidad de poder entendernos sin palabras, de esa absurda complicidad entre dos extraños. Y luego nos besábamos con hambre, para luego dejar que nuestros perezosos labios se buscaran a su gusto en la oscuridad que nos ofrecía la chaqueta. 

Estaba feliz de haber llegado a vivir en ese edificio. Aunque tuviera una fachada deprimente, un ascensor inubicable, vecinos fantasmas… Ahí estaba Jaime, a unos pisos de distancia. Imaginaba, entre sus brazos, frecuentar su piso en ausencia de su esposa y danzar desnuda para su deleite por la sala. Rodearlo con mis piernas mientras él se sentaba a escribir. Darle material sexual para que su mente no dejara de imaginar… Y luego, ver el escándalo nacional ante esas letras tan desvergonzadas. ¿Quién las habría provocado? ¿Quién sería la trigueña de muslos desvergonzados que danzaban obscenamente por la habitación? ¿De quién esos pechos dispuestos? ¿De quién esa boca hambrienta, esas caderas generosas? Y yo, yo me regocijaría con un cigarrillo mentolado y un té, desde mi departamento. Leyendo el escándalo, coleccionando los libros donde mi presencia estuviera latente. Esperando el llamado para subir por el ascensor inubicable hacia su piso, donde él me ofrecería algo para tomar estando en bata, y luego, después de una sesión aletargada y eterna de sexo, le besaría el cuello mientras sus dedos teclearían apresurados en el computador. 

Me toparía en el ascensor inubicable con la joven esposa y le sonreiría, porque es hermosa, y no la odiaría. Porque si él me dijera que nos quiere a las dos en una sesión no me negaría. Su esposa también tiene un pasado, yo lo tengo. 

Su mano, grande, blanca, bonita, me acarició el cuello con cariño, como si temiera romperme pero queriendo hacerlo. Yo abrí mis ojos y noté que me miraba fijo. Acarició con el dorso de su mano mi mejilla, mi cuello, el inicio de mi pecho. Yo me mostraba ante él como un abanico de emociones, anhelaba que no olvidara esos instantes. 

-          ¿Quieres ir a tomar algo a mi habitación?
-          Sí…

Sí, si quiero...

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