martes, 11 de septiembre de 2012

12.54 AM

Hoy cuando partí
había en mí cierta nostalgia y desesperación.
Luego de haberte besado los labios,
con tanta ternura y a la vez desafío,
arremetió en mi corazón un gritito leve
y desgarrador
que ahora provoca el escozor de mi garganta.

Me senté con los ojos perdidos en el metro,
tres hombres se movieron alrededor mío buscando mi atención.
El primero era muy joven, entre 18 a 20 años.
Se paró frente a mí con actitud jovial y cierta coquetería juvenil en sus mirada.
El segundo, de unos 25 años, apareció dos estaciones después con una actitud diligente. Se sentó a mi lado y procuró escuchar música, mientras con curiosidad miraba de reojo mi perfil.
 El tercero entró con el segundo, de unos 35 años, se sentó cerca de mí y buscó mi mirada descaradamente a través de la ventana.

Yo me hice la misteriosa mientras rememoraba el encuentro anterior: tu voz, tu boca, tus ojos, tu piel, tu olor...
Saqué de mi bolso un chocolate blanco (no me gustan) y lo comí con cierta inocencia infantil impropia para mi edad. Los tres me miraron con atención.
Deslicé mi mirada por la oscuridad de la ciudad que se asomaba como un mar negro plagado de algas y chispas ambarinas. La nostalgia se transformó en una titilante melodía de tristeza...

El chocolate me supo exquisito en la boca.
Los tres hombres también parecieron disfrutarlo.

Volvía mi mente a ti cada cierto instante,
y tu nombre se volvía como una sustancia espesa e impalpable que no podía quedarse quieta en sílabas legibles o coherentes. Si tan solo pudiera decir tu nombre...
El tacto de tu mano aún reposa cálido en mi cintura, la fuerza de tu abrazo aún oprime mi pecho. Siempre me abrazas con la angustia terrible de no sabernos concretos, del miedo al futuro, de los pies que se despegan del suelo...
Estar contigo es un duelo constante con la lógica.

Me bajé en la estación correspondiente a mi destino.
Los tres hombres me siguieron con la mirada, yo deslicé mis pasos con una inquietud lenta y sensual, moviendo mi cadera de forma estratégica por el andén. Cuando el tren comenzó a moverse dediqué una melancólica mirada al primer hombre, y dejé en el espacio una estela persistente de niña perdida. Estoy segura que lo que queda de esta noche cada uno de ellos recordará la melancolía de mi mirada, e intentarán evocarme en caricias torpes y audaces que jamás podrán equipararme.

Tú, por favor...

No me hables jamás así,
con el tono burlón de quien trata de ubicar a otra persona en su verdadera posición.
Yo debería ser la estrella distante más brillante de tu cielo,
y no el cometa ambarino en que me has convertido.






No hay comentarios: