Esa mujer me causó una
profunda impresión.
Su cabello platinado y
su piel blanca límpida la hacían parecer la reina del hielo. Cuando posaba sus ojos
en ti te traspasaba el alma, era un golpe en la consciencia. Un descaro tierno,
prudente, escandalosamente ambiguo.
Sonreía por nada, pero
a la vez podías intuir en sus pupilas un deseo tibio…
Daban ganas de tomarle
las manos y estrecharlas contra tu pecho fuertemente, dedicándole promesas que
ella aceptaría cordialmente, jamás arrebatada, porque ella es de las mujeres
que ya han recibido infinitos juramentos de amor eterno, y el arrebato solo lo
deja para momentos de furia o exacerbada pasión.
Hermosa, se acomodaba
el cabello detrás de las orejas y rechazaba con educación las invitaciones a
bailar. Yo dentro de mí pensaba, si le extendiera mi mano, ¿ella la tomaría?
Al final pidió vino
rojo y lo tomaba con cautela, saboreando la cepa que se enredaba a su lengua
exquisita.
Yo no me atrevía a
mirarla, solo dos o tres veces le sostuve la mirada. No podía, me enredaba en
un halo de vergüenza y misterio. Me dedicaba a conversar con los demás
comensales, a beber mi trago, a escuchar la música.
Una mujer así hace
tambalear tu mundo… Yo ya no estoy para turbulencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario