- Entra, la puerta está siempre abierta para ti.
Sentí el crujido de la cerradura, aquél chillido impertinente que se queda palpitando en la memoria unos segundos…
- Perdóname por venir tan tarde, es solo que…
- ¿Por qué me das excusas? Tú sabes bien a lo que has venido.
Miré su rostro sonrojado, la había descubierto. Siempre, siempre sé lo que quiere. Ya sea por el tono de su voz, o por las palabras que deja a medio decir… O quizás, mi alma está demasiado ligada a la suya como para no saberlo.
- Tengo algo de miedo.
- Lo sé, ven, acércate a la cama. Afuera hace frío y no deseo que te congeles.
Me miró impresionada. Abrí las cobijas y le hice un gesto para que se metiera entre las sábanas. Ella no se atrevió a mirarme mientras se acercaba, miró el suelo de madera vieja hasta que estuvo junto a mí.
- Me gusta estar cerca de ti, siempre eres cálida. –me dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos aún.
- Sí, lo sé, yo tan cálida y tu siempre tan congelada. Ven, abrázame para que se caliente tu pecho.
Me obedeció, escondiendo el rostro en mi cuello. Sentí su breve respiración en aquella piel tan sensible. Mi mano, siempre audaz, fue a dar a su espalda, revestida de la camisa de satín. Acaricié su espalda lentamente, a un ritmo tranquilo, no pensaba en mancharla, no, yo sólo quería tranquilizarla, hacerle entender con el somero lenguaje del tacto, que mi amor no era algo superficial.
- No me toques de ésa manera…
- ¿Por qué?
- Yo… Soy muy débil ante ti.
- No pretendo hacerte nada que tú no quieras. Seré tan mansa, en cuanto tú sujetes firmemente las riendas de mi cariño.
En ése momento se atrevió a mirarme a los ojos. Siempre, su mirada castaña de largas pestañas abundantes, me hacía temblar. Su boca entreabierta brillaba con la luz que se colaba por la ventana.
- Si no te vas, te besaré.
- ¡No lo hagas!
- Shh… No grites...
- No me beses, por favor –dijo otra vez, en un susurro.
- ¿Por qué no?
- Si lo haces… Yo no podré resistir.
- ¿acaso crees que no nos hemos contenido bastante? A mí ya no me importa nada, sólo quiero tenerte de una vez por todas.
- Yo… También te deseo. –dijo, roja hasta las orejas.
- Entonces… Ya no nos vamos a contener más. Te he mirado en silencio mucho tiempo, creyendo que esto era unilateral. Pero ya no más, te quiero, y eso es lo único.
La abracé con fuerza, sintiendo el roce de nuestros pechos. Ella se puso tensa, incapaz de acariciarme, pero al menos, tampoco me detuvo cuando mi mano ahondó en sus muslos de seda… ¡Qué dulce boca! Que pecho más generoso en aroma y forma… Todo mi interior tembló cuando le quité la camisa de satín.
- Debes saber que ya no hay vuelta atrás. Si me dejas continuar, no seré capaz de detenerme.
Ella me miró titubeante, con miedo en sus ojos de ciervo. Lo pensó un momento, y su respuesta fue un beso, un beso dulce donde su lengua se atrevió a cruzar los confines de mi boca.
Comencé a besarle el cuello con verdadera hambre, ella se retorcía bajo mi cuerpo mientras liberaba leves suspiros. Su cuerpo era tan puro… Tan blanco, tan tibio luego de mi tacto…
- ¿Claudia, está tu hermana ahí? –dijo la voz detrás de la puerta.
Al no recibir respuesta, continuó.
- He ido al cuarto de tu hermana y no la he encontrado, estaba preocupada, ya sabes como se pone en la noche cuando hay tormenta.
- Sí, está aquí conmigo mamá. –contesté.
- Me lo imaginaba… Bueno, las dejo dormir. Buenas noches hijas.
Ambas escuchamos los pasos que se alejaban por el pasillo de madera… Miré a la mujer que yacía temblorosa y asustada bajo mi cuerpo… La abracé, con la pasión apagada por nuestra madre. Ella comenzó a llorar muy despacio, sentí como mi corazón se hacía añicos…
- Te amo, hermana. –dijo, en un susurro apenas audible.
1 comentario:
Siempre en la vida hay secretos de familia, hasta ahora nose si quiero revelar el mio.
Estoy de vuelta y como siempre leyendo tus escritos.
te adoro.
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